La elección de Barack Obama como presidente de EE. UU. demuestra una cierta regeneración moral de la sociedad americana, un deseo de pasar página y comenzar una nueva era. También en las relaciones entre blancos y negros.
Los negros han votado masivamente, casi al 100% a favor de Obama, pero éste no habría salido presidente si muchos millones de blancos no hubieran superado sus arraigados prejuicios raciales para darle su voto.
El problema racial en Estados Unidos no es una cosa de hace dos siglos; todavía hace cincuenta años la discriminación era legal en varios estados del Sur.
La mezcla entre blancos y negros es reducida: las parejas de blanco con negra o negro con blanca no son muchas; en términos proporcionales, hay más parejas de blanco con asiática que de blanco con negra.
Estados Unidos es un país donde la discriminación racial existe y se puede medir, los negros son los más pobres, los que tienen menos títulos universitarios, los que viven en las peores zonas de las ciudades, los que llenan las cárceles, los que esperan en el corredor de la muerte. Y, sin embargo, uno de los suyos ha llegado a la Presidencia de Estados Unidos y ha sido acogido por el mundo entero como un salvador.
Se ha hecho realidad el sueño de Martin Luther King; por eso uno de los lugartenientes de King, Jesse Jackson, lloraba a moco tendido durante el discurso de aceptación de Obama en Chicago.
Los problemas de los negros no se van a arreglar por mucho que Obama haya llegado a la Casa Blanca. Son demasiado grandes y demasiado profundos, y además Obama no puede permitirse que se le acuse de favoritismo hacia los suyos.
Pero no hay duda de que los africanoamericanos, como ellos prefieren ser llamados, han obtenido una reparación moral, y los blancos han pedido perdón a su manera.
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